El ego
no es otra cosa que idolatría” (1:1). Idolatría es adorar a un ídolo, a un dios
falso. Eso es el ego, el intento demente de hacer real una identidad que está
separada de Dios, buscado para reemplazarle en nuestra consciencia. El ego es “el
símbolo de un yo limitado y separado, nacido en un cuerpo, condenado a sufrir
y a que su vida acabe en la muerte” (1:1).
Prestemos
atención aquí. El ego no es “algo” dentro de nosotros, una especie de gemelo
malvado, el lado oscuro de nuestra alma. El ego es la idea de un ser separado que está aparte de “otros seres”. ¿No
es eso exactamente lo que pensamos que somos? ¿No pensamos que somos un alma
distinta, nacida en un cuerpo, luchando durante toda esta vida y seguros de
terminar esta vida con la muerte? ¿No describe eso lo que pensamos que somos?
En otras palabras, el “yo” que creo que soy, algo separado y diferente de ti,
¡eso es el ego! Cambiar nuestra idea acerca de nosotros, del ego al espíritu,
no significa que este ser separado que era negro, se vuelva blanco. Significa
que este ser separado es completamente reemplazado por algo que abarca mucho
más, de hecho, algo que abarca todo. Dejo de ser “yo” en la manera que pensaba
que era.
El ego
“es la "voluntad" que ve a la Voluntad de Dios como su enemigo, y que
adopta una forma en que Ésta es negada” (1:2). Si lo que pienso de “mí” es que
estoy separado e independiente, no puedo estar unido a la Voluntad de Dios. El
ego debe ver a la Voluntad de Dios
como enemigo porque para el ego Dios es “otro”, algo diferente y separado de sí
mismo. Puesto que Dios es un “otro” muy poderoso, Su Voluntad representa una
amenaza, un desafío para la “voluntad” del ego. Por lo tanto, la forma que toma
la “voluntad” del ego siempre será una forma de negación de la Voluntad de
Dios. Por ejemplo, sabes que un niño está empezando a desarrollar un ego
psicológico cuando empieza a decir”No” cada vez que tú dices “Sí”. El ego es un
gran “No” a Dios y a Su Voluntad.
El ego
es precisamente lo que no somos. “Tú no eres un ego” (T.14.X.5:5). Cuando
miremos a lo que el ego es (o parece ser), no nos desanimemos ni nos deprimamos
por ello. Aquello que estamos mirando no es lo que nosotros somos; de hecho, es
lo que no somos. Este ser imaginado
es la causa de nuestra culpa, y no es real, no existe.
El ego es la
"prueba" de que la fuerza es débil y el amor temible, la vida en
realidad es la muerte y sólo lo que se opone a Dios es verdad. (1:3)
Para
encontrar su ilusoria independencia, el ego niega a Dios y todo lo relacionado
con Dios. La fuerza de la inocencia, la ternura
y el amor se consideran “débiles” y se evitan. En cambio, el ataque se
considera fuerte. “Valerte por ti mismo” y ser “independiente” se consideran
madurez y fuerza, mientras que la unión
con otros y la dependencia de Dios se consideran debilidad. La imagen de un ego
poderoso es la de un individuo solitario gritando desafiante a todo el
universo. El ego no puede ver ni entender que este ser solitario, limitado y
separado es el símbolo de la debilidad.
Al
hablar de esta elección que hemos hecho (una elección que sólo podemos lograr
en sueños, nunca en la realidad), el Curso dice:
Aquí el Hijo de Dios no pide mucho, sino demasiado poco, pues está
dispuesto a sacrificar la identidad que comparte con todo, a cambio de su
propio miserable tesoro. (T.26.VII.11:7-8)
Aprender
a escuchar la Voz de Dios, en lugar de la del ego, significa mucho más que
escuchar al pequeño ángel en nuestro
hombro derecho en lugar del demonio en el izquierdo. Esa idea deja al “yo” que escucha tal como está, sigue
siendo la misma identidad: un ser separado. Escuchar la Voz de Dios, en lugar
de la del ego, significa abandonar completamente mi “propio
miserable tesoro”, que es la idea que tengo de lo que soy como
algo separado de Dios, y en lugar de ello afirmar mi “identidad que comparto con todo” (T.26.VII.11:8).
Estaba equivocado cuando pensaba que vivía separado de Dios, que era
una entidad aparte que se movía por su cuenta, desvinculada y encasillada en un
cuerpo. Ahora sé que mi vida es la de Dios, que no tengo otro hogar y que no
existo aparte de Él. Él no tiene Pensamientos que no sean parte de mí, y yo no
tengo ningún pensamiento que no sea de Él. (L.223.1:1-3)
“El ego es demente” (2:1). En la medida en que nos identificamos con
nuestro ego, también estamos locos, como el Curso nos recuerda a menudo. Y
todos nos identificamos con nuestro ego más de lo que nos damos cuenta; sin
duda, la identificación con el ego es casi total. El ego es lo que suponemos
que somos, la base desde la que actuamos todo el tiempo. Todos nos consideramos
limitados, seres separados, viviendo en un cuerpo y condenados a morir con él.
Sin embargo, esta locura no es nuestra realidad; nuestro verdadero Ser
compartido permanece cuerdo, y ésa es nuestra salvación y la muerte del ego. El
ego “lleno de miedo, cree alzarse más allá de lo Omnipresente” (2:2). Dios y Su
creación es todo lo que existe. Pero el ego cree que ha ido más allá, rechaza a
Dios como Creador e intenta imaginarse a sí mismo como fuera de Dios y de Su
creación. El ego se considera “aparte
de la Totalidad” (2:2). ¿Cómo puedes estar separado de lo que es Todo? Todo es
Todo. Incluye todas las cosas. El ego se considera “separado de lo Infinito” (2:2). La misma idea. Está
claro que todos estos ejemplos son completamente imaginarios. No es posible
estar separado de lo Infinito. Pero el ego desafiante y de manera demente cree
que ése es su estado. Ésa es la definición del ego. Desde esta comprensión,
creer que uno está condenado es el colmo del ego.
“En su demencia cree también haber vencido a Dios
Mismo” (2:3). Eso es la condenación: es afirmar “He logrado desbaratar la
Voluntad de Dios”. La culpa es una negación del ego del poder del Amor de Dios.
El pensamiento de “Nunca aprenderé este Curso. Nunca alcanzaré la
iluminación”es una afirmación de que tu voluntad es más poderosa que la de
Dios. Si la Voluntad de Dios es que seas feliz, la tristeza es proclamar que
has vencido a Dios.
El Curso
nos dice que es una locura pensar que tales cosas son posibles. No nos condena
por pensarlas. Más bien, nos dice que dejemos de escuchar tales pensamientos.
El ego es algo imposible: “Este curso no tiene otro
propósito que enseñarte que el ego es algo increíble y que siempre lo será”
(T.7.VIII.7:1). Dios es infinito, está en todas partes, es Todo. Si el ego es
un pensamiento que está más allá de Dios, entonces no podemos creer al ego. Tal
cosa no puede ser.
Y desde su (del ego) terrible autonomía "ve" que la Voluntad
de Dios ha sido destruida. (2:4)
A esta
ilusión de separación es a lo que llamamos ego, esta “terrible separación”
parece mostrarnos que hemos triunfado sobre la unión que es la Voluntad de
Dios. ¡Qué terrible sería si fuese cierto! Si el ego fuese real, sería una
prueba de la culpa más horrible que se pueda imaginar. Si soy un ego, entonces
lo que soy es una acusación de asesinato de lo más repugnante, pues he creado
mi existencia de la destrucción de la Voluntad de Dios. Y esto es lo que
creemos al identificarnos con el ego. Ésta es la culpa básica que está debajo
de todos nuestros sentimientos de inquietud, de toda nuestra sensación de no
ser dignos.
Sueña con el castigo y tiembla ante las figuras de sus sueños: sus enemigos, que andan
tras él queriendo asesinarlo antes de que él pueda proteger su seguridad
atacándolos primero. (2:5)
En la
“terrible separación” de nuestra identificación con el ego, nos hemos
enfrentado con Dios y con todo el universo. Todos los demás y todas las cosas
son una amenaza a nuestra libertad. Nuestros sueños están llenos de castigos
horribles por nuestro “crimen”. El estado del ego es de pura manía
persecutoria, tenemos miedo de todo. Esperamos que el hacha del verdugo caiga
en cualquier momento. No se puede confiar en nadie. Cada figura de nuestro
sueño es un enemigo, y la única posibilidad de sobrevivir es matarlos antes de
que nos maten. La única seguridad está en el ataque.
La manía
persecutoria de la mente no puede evitarse, dada la idea del ego de separación.
Todos lo experimentamos en mayor o menor grado, algunos simplemente lo
ocultamos mejor que otros. Cuando nos deprimimos, cada uno de nosotros se
siente insoportablemente solo, un desconocido, agachado en las sombras del
bosque, mientras el resto del mundo se toma de la mano y canta alrededor de la
hoguera. Ése es el resultado inevitable de la idea de separación del ego. Es el
resultado de lo que equivocadamente pensamos que somos.
La buena
noticia es que esto no es lo que somos, la soledad es una ilusión, una
imposibilidad extravagante. El ego es por siempre increíble. No estamos más
separados de Dios y de Su creación que lo que una célula de mi cuerpo puede
estar separada del cuerpo mismo. Vivimos en Dios, nos movemos en Dios, y
tenemos nuestro ser en Dios. Todos nosotros estamos haciendo este increíble
cambio desde la separación del ego a una unidad que está más allá de la
persona, al reconocimiento de un Todo más elevado al que pertenecemos, un Todo
que existe en cada parte, en ti, en mí. Nada puede parar este cambio porque es
el reconocimiento de lo que siempre ha sido así.
El Hijo de Dios no tiene ego. (3:1)
Esta es
la diferencia entre el ego y el Hijo de Dios. El Hijo de Dios, que es lo que yo
soy, ¡no tiene ego! El ego es señal de un ser separado y limitado. El Hijo de
Dios no está limitado ni separado de Dios. El Hijo no tiene límites y es tan
extenso como el Padre. En cualquier parte que está Dios, está el Hijo. Son Uno.
No existe el ego ni ningún ser que esté separado o que sea distinto de Dios.
Nuestro verdadero Ser no
sabe de la locura, la idea de la muerte de
Dios (o victoria sobre Él) es inconcebible porque el Hijo vive (mora) en Él
(3:2). Vive en la dicha eterna, y no conoce el dolor ni el sufrimiento.
La
locura (Dios como enemigo) y el sufrimiento son consecuencias del engaño del
ego. Son tan ilusorios e irreales como el ego mismo. Habiendo estado encerrados
en este engaño de un ser separado por tanto tiempo, apenas podemos empezar a
imaginar un estado mental en el que esto no existe. Sin embargo, ahí es adonde
nos está llevando el Curso: más allá del ego, más allá de la locura, de regreso
a la unidad que siempre ha sido y que siempre será. Éste es nuestro verdadero
estado mental, y nos llama en nuestro aislamiento, atrayéndonos para regresar.
A diferencia del ego,
nuestro verdadero Ser, el Hijo de Dios, está rodeado de paz eterna. Donde el
ego se ve a sí mismo en guerra con el universo y tiembla constantemente por
miedo al ataque de cada figura de sus sueños, el Hijo de Dios está eternamente
“libre de todo conflicto”. El Hijo descansa
eternamente “imperturbable… en la tranquilidad y silencio más profundos” (3:4).
Cuando
empezamos a ponernos en comunicación con nuestro Ser, experimentamos el sabor
de esa profunda y callada paz. Ésa es una de las características del instante
santo. Hay una paz en el instante santo que no se puede describir.
Hay un silencio que el mundo no puede perturbar. Hay una paz ancestral
que llevas en tu corazón y que no has perdido. Hay en ti una sensación de
santidad que el pensamiento de pecado jamás ha mancillado. (L.164.4:1-3)
El ego,
separado del universo, no puede conocer esta paz. Viene únicamente de dentro de
nuestro Ser, ya que es una cualidad de Quien somos. No tiene nada que ver con
ninguna circunstancia externa, y ninguna circunstancia externa puede alterarla.
Es parte de lo que todos juntos somos.
Conocer
la realidad consiste simplemente en no
ver ilusiones. Sin ilusiones que la oculten, la realidad se ve por sí misma.
Por eso es por lo que “no tenemos que hacer nada”. No tenemos que hacer la
realidad. No tenemos que hacernos inocentes, o felices o pacíficos. Sólo
tenemos que dejar de ser “esa cosa” que oculta la realidad de nuestra vista: el
ego y todo lo relacionado con él.
La lista
de todos los aspectos que “no tenemos que ver” nos es necesaria, porque si la
lección sólo dijera “conocer la realidad significa no ver al ego” no estaríamos
seguros de lo que significaba. Al decir todas las cosas relacionadas con el ego
(pensamientos, obras, actos, leyes, creencias, sueños, esperanzas, los planes
para su propia salvación, el precio que nos exige) es más probable que
entendamos el verdadero alcance de lo que significa no ver al ego. No sólo los
actos del ego tienen que desaparecer de nuestra vista sino también todas las
cosas que causan esos actos.
Me
impresiona especialmente “los planes que tiene para su propia salvación”. El
ego tiene muchos planes para sacarnos del atolladero en lo que pensamos que
estamos. Pero realmente no estamos en ningún atolladero, sólo hemos tapado la
realidad con ilusiones, y la realidad sigue estando ahí. No tenemos que hacer
nada para encontrarla. No tenemos que hacer planes para nuestra salvación. Sin
duda, hacer planes para nuestra salvación alimenta más todavía al ego. Como
dice la Lección 337, necesitamos entender que “lo que tengo que aprender es a
no hacer nada por mi cuenta, pues sólo
necesito aceptar mi Ser, mi impecabilidad, la cual se creó para mí y ya es mía,
para sentir el Amor de Dios protegiéndome de todo daño” (L.337.1:6).
Desde el punto de vista del sufrimiento, el precio que hay que pagar
por tener fe en él es tan inmenso que la ofrenda que se hace a diario en su
tenebroso santuario es la crucifixión del Hijo de Dios. Y la sangre no puede
sino correr ante el altar donde sus enfermizos seguidores se preparan para
morir. (4:2)
Aquí el
Curso hace una de las valoraciones más tenebrosas de nuestro ego. Produce una
imagen de una religión primitiva con sacrificios de sangre como los que hemos
leído que existieron en América Central, en la que a seres humanos se les
arrancaba del cuerpo el corazón todavía latiendo, y los altares tenían vías cortadas
para que la sangre fluyera por allí. Dice que nuestra fe en el ego es la causa
de un sufrimiento tan inmenso y aterrador como ése.
Por
nuestra fe en la ilusión de separación del ego, de una identidad separada,
pagamos un inmenso precio en sufrimiento. Cada día continuamos con esta extraña
fe: crucificamos al Hijo de Dios. Pues la existencia de una identidad separada
exige la muerte de nuestra identidad unificada. Como “enfermizos seguidores” de
esta religión (pues es una religión), todos nos estamos preparando para morir
mientras contemplamos el sacrificio del santo Hijo de Dios. (Por supuesto, el
Hijo de Dios no puede morir, el sacrificio es ilusorio. Pero para nuestra mente
es terriblemente real). Nuestra propia muerte confirmará nuestra fe, demostrará
nuestra separación de Dios.
Aunque
este sufrimiento no es real en la verdad, a nosotros nos parece real. Y, para
librarnos del ego, una de las cosas que el Curso nos pide es que examines
honestamente el costo de nuestra creencia en el ego. ¿Qué me cuesta albergar un
resentimiento? ¿Qué me cuesta odiar? ¿Qué me cuesta empeñarme en tener la razón
en una discusión? ¿Qué me cuesta aferrarme a mi imagen de víctima? ¿Qué me
cuesta aferrarme a la culpa? ¿Qué me cuesta aferrarme a mi percepción de pecado
en mis hermanos?
Tenemos
que tener en cuenta lo que nos cuesta nuestra creencia en el ego. El Curso
dice:
No aceptarías el costo en miedo que ello supone una vez que lo
reconocieses (T.11.V.10:3)
El ego está tratando de enseñarte cómo ganar el mundo y perder tu
alma. El Espíritu Santo te enseña que no puedes perder tu alma y que no hay
nada que ganar en el mundo, pues, de por sí, no da nada. Invertir sin recibir
beneficios es sin duda una manera segura de empobrecerte, y los gastos
generales son muy altos. No sólo no recibes
ningún beneficio de la inversión, sino que el costo es enorme. Pues esta inversión te cuesta la realidad del mundo al
negar la tuya, y no te da nada a cambio. (T.12.VI.1:1-5)
… tienes que aprender el costo que supone estar dormido, y negarte a
pagarlo. (T.12.VI.5:2)
La creencia en el pecado requiere constante defensa, y a un costo
exorbitante. Es preciso combatir y sacrificar todo lo que el Espíritu Santo te
ofrece. Pues el pecado está tallado en un bloque que fue arrancado de tu paz y
colocado entre el retorno de ésta y tú. (T.22.V.2:6-8)
Pagamos
un precio enorme en sufrimiento para mantener nuestro andrajoso y amado ego.
Perdemos la consciencia de nuestra Identidad real para aferrarnos a una
identidad imaginada y que no podemos hacer real. Una vez que veamos estos, una
vez que reconozcamos la locura de todo ello, ya nunca estaremos dispuestos a
aceptarlo. Una vez que veamos lo que el ego nos exige, nos negaremos a pagar el
precio porque nos daremos cuenta de que el ego no es lo que de verdad queremos.
Pero primero, muy a menudo, tenemos que hacer frente al horror de lo que hemos
hecho. Tenemos que mirar a ese altar que gotea sangre y darnos cuenta de que
eso es lo que hemos estado eligiendo.
No es difícil renunciar a los juicios. Lo que sí es difícil es aferrarse
a ellos. El maestro de Dios los abandona gustosamente en el instante en que
reconoce su costo. Toda la fealdad que ve a su alrededor es el resultado de
ellos, al igual que todo el dolor que contempla. De los juicios se deriva toda
soledad y sensación de pérdida; el paso del tiempo y el creciente desaliento;
la desesperación enfermiza y el miedo a la muerte. Y ahora, el maestro de Dios
sabe que todas esas cosas no tienen razón de ser. Ni una sola es verdad.
Habiendo abandonado su causa, todas ellas se desprenden de él, ya que nunca
fueron sino los efectos de su elección equivocada. Maestro de Dios, este paso
te brindará paz. ¿Cómo iba a ser difícil anhelar sólo esto? (M.10.6:1-11)
Una sola azucena de perdón, no obstante, puede transformar la oscuridad en
luz y el altar a las ilusiones en
el templo a la Vida Misma. (5:1)
El
“oscuro altar” del ego es inundado de luz, y el sangriento altar a la muerte se
transforma en “el templo a la Vida Misma”. ¿Cómo? Con “una
sola azucena de perdón”. Pienso en un cuento de magia y fantasía, en el que la
heroína o el héroe entran en el templo negro y prohibido del dios del mal,
llevando sólo una flor. Con gran inquietud se acerca al altar y deposita sobre
él la azucena blanca y pura, y de repente toda la escena se transforma.
El
perdón es esa “magia”. Aunque no es magia, es un milagro. “El más santo de todos los lugares
de la tierra es aquel donde un viejo odio se ha convertido en un amor presente”
T.26.IX.6:1). Ése es el milagro que obra el perdón. Lo he visto con mis propios
ojos. He visto una relación llena de sangre y amargura transformarse en una
tierna dedicación del uno al otro, por medio del perdón. Esto no es una teoría
hueca, ni una fantasía idealista, el perdón funciona.
El
perdón deshace el ego. La más negra oscuridad que el ego haya manifestado se
llena de luz cuando el perdón la toca. No tenemos que tener miedo a mirar a la
oscuridad de nuestro ego, no hay nada que el perdón no pueda sanar.
Y la paz se les restituirá
para siempre a las santas mentes que Dios creó como Su Hijo, Su morada, Su
dicha y Su amor, completamente Suyas, y completamente unidas a Él. (5:2)
¿Cómo es posible que el perdón pueda hacer esto? El miedo y la culpa
producidos por creer que el ego es real es la causa de todo nuestro
sufrimiento. Nuestro loco deseo de ser “un ser separado” es lo que nos hace ver
a Dios y a todo el universo como nuestros enemigos y lo que nos llena de
pesadillas de castigo. El perdón nos muestra que lo que pensábamos que nos
habíamos hecho a nosotros mismos no ha sucedido. No hay ninguna razón para
nuestra culpa. El perdón nos libera del terror al castigo, y nos hace darnos
cuenta de que nuestra unidad con Dios continúa exactamente igual. Seguimos siendo “Su morada, Su dicha y Su
amor, completamente Suyas, y completamente unidas a Él”. Y con ese conocimiento
recuperamos la paz para siempre.
Cuando el perdón nos limpia, nos damos cuenta de que “Hoy puedo
liberarme de todo sufrimiento” (L.340). El pensamiento del ego en nuestra mente
es el que pinta la intranquilidad encima de la calma eterna de nuestra mente
tal como Dios la creó. Abandonar ese
pensamiento, aunque sea por un instante, nos trae paz de inmediato. El
pensamiento de separación, de una identidad independiente, fue el error
original:
Ese único error, que llevó a la verdad a la ilusión, a lo infinito a
lo temporal, y a la vida a la muerte, fue el único que jamás cometiste. Todo tu
mundo se basa en él. Todo lo que ves lo refleja, y todas las relaciones especiales
que jamás entablaste proceden de él. (T.18.I.4:4-6)
No te das cuenta de la magnitud de ese único error. Fue tan inmenso y
tan absolutamente increíble que de él no pudo sino surgir un mundo totalmente irreal. (T.18.I.5:2-3)
El perdón nos muestra que lo que pensamos que hemos hecho no tiene
ninguna consecuencia real. Elimina los obstáculos a nuestra consciencia de
Dios. Ese terrible error, sobre el que descansa todo nuestro mundo, no tuvo
ninguna consecuencia, nuestra unión con Dios continúa para siempre sin
interrupción. Ahora y siempre, descansamos en Su paz.