"COMENTARIOS A LAS LECCIONES" de Robert Perry y Ally Watson
¿Qué es el pecado? (Parte 1)
¿Qué es el pecado? (Parte 1)
L.pII.4.1:1-3
El
“pecado” es la creencia de que yo soy malo, de que estoy corrompido por los
errores que he cometido, y estropeado para siempre por mis pensamientos
equivocados. El “pecado” es la creencia de que la creación perfecta de un Dios
perfecto puede volverse imperfecta de alguna manera, desfigurada e indigna de
su Creador. “El pecado es demencia” (1:1).
De esta
creencia viene la culpa, que nos vuelve locos, y nos lleva a desear que las
ilusiones ocupen el lugar de la verdad (1:2). Ésta es la causa del mundo que
ves: “El mundo que ves es el sistema ilusorio de aquellos a quienes la
culpabilidad ha enloquecido” (T.13.In.2:2). Ésta es la causa que hay detrás de
la ilusión. Debido a la culpa, tenemos miedo a la verdad, miedo a Dios, miedo a
nuestro Ser. Creemos que hemos perdido el derecho al Cielo, y por eso tenemos
que inventar otro lugar donde podemos encontrar satisfacción. Eso es el mundo.
A causa del pecado creemos que no podemos tener el Cielo, así que inventamos un
sustituto.
Debido
a la locura producida por la culpa y el pecado, vemos “ilusiones donde la
verdad debería estar y donde realmente está” (1:3). Vemos lo que no existe.
Vemos ataque en el amor. Buscamos satisfacción en espejismos. Buscamos la
felicidad eterna en cosas que se marchitan y mueren.
Nuestra
sanación comienza cuando empezamos a reconocer las ilusiones como ilusiones.
Éste puede ser un momento de gran desesperación, cuando todo en lo que
confiábamos se convierte en polvo. Sin embargo, es el comienzo de la sabiduría,
el comienzo de un gran despertar.
Los pensamientos que albergas son poderosos, y los efectos que las
ilusiones producen son tan potentes como los efectos que produce la verdad.
Los locos creen que el mundo que ven es real, y así, no lo ponen en duda. No se
les puede persuadir cuestionando los efectos de sus pensamientos. Sólo cuando
se pone en tela de juicio la fuente de éstos alborea finalmente en ellos la
esperanza de libertad. (L.132.1:4-7)
Estamos
rodeados de ilusiones, los efectos de nuestros pensamientos. Verdaderamente no
dudamos de la realidad de esos efectos. Únicamente cuando su fuente “se pone en
duda”, únicamente cuando empezamos a dudar del pensamiento de pecado que
provoca nuestra locura, comienza a asomar “la esperanza de libertad”.
L.pII.4.1:4-9
Nuestros
ojos son el resultado del pecado: “El pecado dotó al cuerpo con ojos” (1:4). O
como dice el párrafo siguiente: “El cuerpo es el instrumento que la mente
fabricó en su afán por engañarse a sí misma” (2:1). La percepción (ver) es el
resultado del pecado, “pues, ¿qué iban a querer contemplar los que están libres
de pecado?” (1:4). Nuestro verdadero Ser está más allá de lo que se puede ver.
La percepción es de por sí dualista (que hay dos), un “yo” que ve y un “objeto”
ahí. Supone una separación. Por supuesto, el que no tiene pecado no tiene nada
que percibir porque no hay nada separado. El deseo de separarse, de estar
aparte y ver un “objeto” como algo distinto forma parte de la idea de pecado y
de culpa. Desde el punto de vista del Curso, el que no tiene pecado siente
todas las cosas como parte de sí mismo. Las “conoce” en lugar de “percibirlas”.
El que
no tiene pecado no necesita la vista ni el oído ni el tacto porque todo es
parte de sí mismo; conocido pero no percibido. La percepción (la vista) es muy
limitada, muy incompleta e imperfecta. El que no tiene pecado no necesita los
sentidos, pues todo le es conocido. “Usar los sentidos es no saber” (1:8). El
propósito de los sentidos es no saber.
O mejor aún, el propósito de la percepción es no saber. La percepción es una separación, un alejamiento, un estar
aparte. La idea de pecado es lo que causa esa retirada, ese refugiarse en uno
mismo, alejado de la unidad.
En
cambio, “la verdad sólo se compone de conocimiento y de nada más” (1:9). La
verdad no siente las cosas, la verdad conoce las cosas. Las conoce al ser uno
con ellas. No te puedo conocer a través de la percepción. La percepción (la
vista) me engaña, ése es su propósito. La percepción me impide conocerte. Únicamente
puedo conocerte si siento que yo soy
tú. Esto es lo que sucede en el instante santo, pues el instante santo es una
experiencia de las mentes como una sola. Esa experiencia puede desorientar a
una mente que está acostumbrada a la soledad; la aparente identidad a la que
nos hemos acostumbrado durante toda nuestra vida desaparece de repente, ya no
estoy seguro si soy yo o tú. Durante un momento me doy cuenta de que el “yo”
que pensaba que existía es posible que no exista. Como de hecho no existe.
La idea
de pecado y de culpa es lo que impide que las mentes se unan. Me alejo de ti
con miedo. Limito mi amor, dudo del tuyo. El Curso nos lleva al punto en el que
ese miedo desaparece, y la unión -que siempre ha estado ahí- se conoce otra vez
como lo que es.
Como ya
hemos visto, “El cuerpo es el instrumento que la mente fabricó en su afán por
engañarse a sí misma” (2:1). El propósito del cuerpo, tal como lo ve el ego, es
“luchar” (2:2). Estar en conflicto y competir con otros cuerpos, a menudo por
otros cuerpos. El cuerpo lucha, se forja su existencia de este mundo con el
sudor de su frente y con el ataque a otros cuerpos. Su ley es la ley de la
selva: “Mata o te matarán” (M.17.7:11).
¿Significa
esto que el cuerpo es algo odioso y malvado, algo que hay que despreciar y
someter? No. El propósito del cuerpo
de luchar puede cambiar (2:3). En manos del ego, el propósito es la lucha sin
fin. La lucha es lo que mantiene al ego. Pero en manos del Espíritu Santo,
nuestra lucha toma el propósito de la verdad, en lugar de las mentiras.
El
Espíritu Santo puede usar todo lo que el ego ha inventado para deshacer los
propósitos del ego. Él puede utilizar nuestras relaciones especiales, nuestras
palabras y pensamientos, el mundo, nuestro cuerpo, todo para servir al
propósito de la verdad. La clave está en cambiar de propósito, el propósito que
el cuerpo y todo lo relacionado con él sirve. Una relación especial se vuelve
santa cuando se cambia su propósito del pecado a la santidad, de intentar
encontrar lo que creemos que nos falta a intentar recordar que ya lo tenemos
todo.
En
palabras de una antigua canción cristiana, podemos decir:
Toma mi vida y conságrala a Ti, Señor.
Tomas mis momentos y mis días,
que fluyan en continua alabanza.
Toma mis manos y que se muevan
a impulsos de Tu Amor.
Toma mis pies, y que se llenen
de mensajes Tuyos,
rápidos y hermosos por Ti.
Toma mis labios, y que se llenen
de mensajes Tuyos,
Toma mi voz, y que cante
Únicamente a mi Rey.
(Frances Ridley Havergill)
L.pII.4.2:4-7
Cuando
cambiamos el objetivo de nuestra lucha, y establecemos un nuevo objetivo para
nuestro cuerpo y sus sentidos, empiezan a “servir a un objetivo diferente”
(2:4). El objetivo ahora es la santidad en lugar del pecado, el perdón en lugar
de la culpa. A través del cuerpo y de sus sentidos, nuestra mente ha estado
intentando engañarse a sí misma (2:5, 2:1). Nuestra mente ha estado intentando
hacer que las ilusiones de separación fueran reales. Ahora nuestro objetivo es
volver a descubrir la verdad. Cuando nuestra meta elige un nuevo objetivo, el
cuerpo lo sigue. El cuerpo sirve a la mente, y no al contrario (T.31.III.4). El
cuerpo siempre hace lo que la mente le ordena. Así que cuando conscientemente
elegimos un nuevo objetivo, el cuerpo empieza a servir a ese objetivo
(T.31.III.6:2-3).
“Los
sentidos buscarán lo que da fe de la verdad” (2:7). Dicho sencillamente,
empezaremos a ver las cosas de manera diferente. El Texto explica con detalle
cómo sucede esto (ver T. 11.VIII .9-14, o T.19.IV (A).10-11). Empezamos a
buscar los pensamientos amorosos de nuestros hermanos en lugar de sus pecados.
Estamos buscando conocer su realidad (que es el Cristo) en lugar de intentar
descubrir su culpa. Pasamos por alto su ego, su “percepción variable” de sí
mismos (T.11.VIII.11:1), y sus ofensas. Pedimos al Espíritu Santo que nos ayude
a ver su realidad, y Él nos la muestra. “Cuando lo único que desees sea amor,
no verás nada más” (T.12.VII.8:1).
Lo que
vemos depende de lo que elegimos buscar en nuestra mente. Elige sólo amor, y el
cuerpo se convertirá en el instrumento de una nueva percepción.
L.pII.4.3:1-2
Nuestras
ilusiones proceden, o surgen, de nuestros pensamientos falsos. Las ilusiones no
son realmente “cosas” en absoluto, son símbolos que representan a cosas
imaginadas (3:1). Son como un espejismo, una imagen de algo que no está ahí en
absoluto. Nuestros pensamientos de carencia (de que nos falta algo), nuestros
sentimientos de poca valía, nuestra culpa y miedo, la apariencia del mundo que
nos ataca, incluso nuestros mismos cuerpos, son todos ellos ilusiones,
espejismos, símbolos que no representan nada.
“El
pecado es la morada de las ilusiones” (3:1). La idea de nuestra podredumbre
interior, nuestra naturaleza torcida, alberga la misma ilusión. El pensamiento
de pecado y culpa inventa un entorno que
apoya y alimenta cada ilusión. Lo que necesita cambiarse es ese pensamiento de
la mente. Elimina el pensamiento de pecado y nuestras ilusiones no tienen dónde
vivir. Simplemente se convierten en polvo.
Estas
ilusiones, que surgen de pensamientos falsos y que hacen del “pecado” su hogar,
son “la "prueba" de que lo que no es real lo es” (3:2). Por ejemplo,
nuestro cuerpo parece demostrarnos que la enfermedad y la muerte son reales.
Nuestros sentidos parecen demostrar que el dolor es real. Nuestros ojos y oídos
ven toda clase de pruebas de culpa, de la realidad de la pérdida, y de la
debilidad del amor. El mundo parece demostrarnos que Dios no existe o que está
enfadado con nosotros. Estas cosas que nuestras ilusiones parecen demostrar no
existen en absoluto y, sin embargo, nos parecen reales. Todo esto reside en
nuestra creencia en el pecado, y sin esa creencia, desaparecerían.
Si el
“pecado” es algo real, lo que supone es enorme. Y completamente imposible. ¿Qué
es lo que parece demostrar la realidad del pecado? “El pecado
"prueba" que el Hijo de Dios es malvado, que la intemporalidad tiene
que tener un final y que la vida eterna sucumbirá ante la muerte” (3:3). Si el
Hijo que Dios creó ha pecado de verdad, entonces el Hijo de Dios debe ser
malvado. ¿Es posible eso? Si el Hijo de Dios es malvado, entonces lo que fue
creado eterno debe terminar, el eterno Hijo de Dios debe morir. La “justicia”
lo pediría. ¿Es posible que algo eterno termine, que algo eterno muera? Por
supuesto que no, esto es absurdo. No puede ser.
El
pecado también demuestra que “Dios Mismo ha perdido al Hijo que ama, y de lo
único que puede valerse para alcanzar Su Plenitud es la corrupción; la muerte
ha derrotado Su Voluntad para siempre, el odio ha destruido el amor y la paz ha
quedado extinta para siempre” (3:4). El pensamiento de que Dios pierda lo que
ama, siempre me ha parecido imposible, la idea del infierno y de la condenación
eterna no tienen ninguna explicación. Yo solía pensar: “Si voy al Cielo, y mi
padre” (que no creía en Dios) “va al infierno, ¿cómo puedo ser eternamente
feliz, sabiendo que mi padre está sufriendo en el infierno? Si no soy feliz,
¿cómo podría estar en el Cielo? Y si yo no soy feliz, ¿cómo puede serlo Dios?
Si el
pecado es real, el Hijo que Dios creó para que lo completase sería malvado, y
Dios sólo tendría la maldad para completarlo. Su Voluntad ha fallado completamente.
La maldad gana. Nunca más puede haber paz.
Por lo
tanto, el pecado no puede ser real. La culpa y el miedo siguen al pecado dentro
de la irrealidad. Si no hay pecado, no hay culpa. Si no hay culpa, no hay
miedo. ¿De qué otro modo podría existir la paz? “El pecado es demencia” (1:1).
Si Dios es Dios, si Su Voluntad se hace, si la creación es eterna, el pecado no
puede existir. Esto es lo que el perdón nos muestra:
Todo pecado sigue siendo imposible, y esto es lo que elegimos soñar
hoy. Dios es nuestro objetivo, y el perdón, el medio por el que nuestras mentes
por fin regresan a Él. (L.256.1:8-9)
L.pII.4.4:1-3
La
lección compara nuestra creencia en el pecado y las ilusiones proyectadas que
hemos inventado para apoyar esa creencia, con “los sueños de un loco” (4:1).
Los sueños de un loco pueden ser aterradores; del mismo modo, nuestras imágenes
externas del pecado en el mundo pueden ser terroríficas. “El pecado parece ser
ciertamente aterrador” (4:1). La enfermedad, la muerte y la pérdida de
cualquier clase nos aterrorizan. La ilusión no es agradable.
“Sin
embargo, lo que el pecado percibe no es más que un juego de niños” (4:2). Nada
de ello tiene realmente un resultado duradero. Desde la perspectiva de la
eternidad, nuestras guerras y plagas no son más reales ni terroríficas que una
guerra imaginaria de un niño entre las figuras de superhéroes en acción. No hay
duda de que esto es muy difícil de creer, especialmente cuando estás en medio
de todo ello creyendo que es real. Sin embargo, es lo que el Curso afirma. Si
el cuerpo no vive realmente, tampoco muere. “El Hijo de Dios puede jugar a
haberse convertido en un cuerpo que es presa de la maldad y de la culpabilidad,
y a que su corta vida acaba en la muerte” (4:3). Pero no es cierto. Es
únicamente un juego que estamos jugando. Nada de todo ello significa lo que
creemos que significa.
Cuando
vamos al cine, podemos llorar cuando un personaje con el que nos hemos
identificado sufre una pérdida o muere. Sin embargo, una parte más profunda de
nuestra mente sabe que estamos viendo una historia, que el actor no murió
realmente. Y en cierto nivel, el Curso nos pide que respondamos a lo que
llamamos “vida” del mismo modo, con un nivel de conocimiento más profundo que
sabe que toda vida que Dios creó nunca puede morir. El personaje de la obra
puede morir, podemos llorar, y sin embargo debajo de todo eso, sabemos que es
únicamente un juego imaginario, y no la realidad final.
L.pII.4.4:4
Mientras
que todos estamos muy involucrados en este “juego de niños” (4:2), la realidad
continúa estando ahí. No ha cambiado. “Mientras tanto, su Padre ha seguido
derramando Su luz sobre él y amándolo con un Amor eterno que sus pretensiones
no pueden alterar en absoluto” (4:4). Nuestras “pretensiones”, el juego de
niños, el juego de ser cuerpos que sufren la maldad, la culpa y la muerte, no
han cambiado y no pueden cambiar la profunda y eterna realidad del Amor de Dios, la perfecta seguridad sin
fin en la que moramos en Él.
La inmutabilidad del Cielo se encuentra tan profundamente dentro de
ti, que todas las cosas de este mundo no hacen sino pasar de largo, sin notarse
ni verse. La sosegada infinitud de la paz eterna te envuelve dulcemente en su
tierno abrazo, tan fuerte y serena, tan tranquila en la omnipotencia de su
Creador, que nada puede perturbar al sagrado Hijo de Dios que se encuentra en
tu interior. (T.29.V.2:3-4)
El Amor
de Dios garantiza nuestra seguridad eterna. Debido a que Su Amor es “eterno”,
nosotros también lo somos. Mientras Su Amor exista, nosotros existimos también.
Al Hijo de la Vida no se le puede destruir. Es inmortal como su
Padre. Lo que él es no puede ser alterado. Él es lo único en todo el universo
que necesariamente es uno sólo. A todo lo que parece eterno le llegará
su fin. Las estrellas desaparecerán, y la noche y el día dejarán de ser. Todas
las cosas que van y vienen, la marea, las estaciones del año y las vidas de los
hombres; todas las cosas que cambian con el tiempo y que florecen y se
marchitan, se irán para no volver jamás. Lo eterno no se encuentra allí donde
el tiempo ha fijado un final para todo. El Hijo de Dios jamás puede cambiar por
razón de lo que los hombres han hecho de él. Será como siempre ha sido y como
es, pues el tiempo no fijó su destino, ni marcó la hora de su nacimiento ni la
de su muerte. (T.29.VI.2:3-12)
L.pII.4.5:1-4
Se nos
pregunta: ¿Hasta cuándo vas a seguir jugando el juego infantil del pecado? Eso
es todo lo que es, un juego tonto. No una cosa horrorosa y terrible,
simplemente mentes poco maduras jugando “juegos peligrosos” (5:2). Pienso que
no es coincidencia que en el famoso capítulo bíblico sobre el amor, I Corintios
13, el apóstol Pablo habla de que cuando somos niños, hablamos como niños y
actuamos como niños, pero cuando hemos crecido, dejamos “las cosas de niños”.
Eso es lo que nos pide la lección que hagamos. Nos pide que crezcamos. El
“pecado” es un juego de niños peligroso que hemos estado jugando durante
muchísimo tiempo. Ya es hora de dejarlo a un lado y aceptar nuestro papel
“maduro” como extensiones del Amor de Dios.
Ya es
hora de abandonar estos juguetes. Ya es hora de abandonar toda idea de pecado y
de culpa, la idea de que podemos hacer, y hemos hecho, algo que puede cambiar
para siempre nuestra naturaleza. Algo que merece eterna condena y castigo. Es
hora de mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de que nada, absolutamente
nada, de esto existe. El pecado, como una forma de comportamiento humano, no
existe. No hay pecados, únicamente errores. No hay nada que no pueda
corregirse. No hay nada que pueda privarnos del Amor de Dios. No hay nada que
pueda quitarnos nuestra herencia eterna. No hay nada que pueda separarnos del
Amor de Dios.
¿Cuándo vas a estar listo para regresar a tu hogar? ¿Hoy quizá?
Hemos
abandonado nuestro hogar. Nos hemos alejado porque creíamos que éramos malos y
habíamos hecho algo imperdonable. Pero no hay nada que no se pueda perdonar. Es
únicamente nuestra propia creencia en el pecado y la culpa lo que nos mantiene
aquí, sin hogar. Nuestro hogar nos sigue esperando. Como el hijo de la parábola
del hijo pródigo, nos sentamos en la pocilga de cerdos lamentando nuestra
pérdida, mientras el Padre observa al final del camino preguntando: “¿Cuándo
vas a estar listo para regresar a tu hogar? Yo estoy aquí, sigo amándote. Te
estoy esperando”. Hoy, ahora, en este instante santo, nos aquietamos un
instante, y vamos a casa.
L.pII.4.5:5-8
El pecado no existe. La creación no ha cambiado. (5:5-6)
Recordar
nuestra Fuente nos dice esto. El “pecado” es únicamente un juego de niños que
nos hemos inventado, y que no ha tenido ningún efecto en absoluto en la
creación de Dios. Es un juego que jugamos sólo en nuestra imaginación, no ha
cambiado nuestra Realidad ni una pizca. La “Caída” nunca sucedió. No hay nada
por lo que expiar o pagar. La puerta del Cielo está abierta de par en par para
darnos la bienvenida.
Todo lo
que tenemos que hacer es dejar de imaginar este juego de niños. Todo lo que
tenemos que hacer es dejar de imaginar que la culpa, ya sea la nuestra o la de
otro, nos sirve para algo, y abandonarla. Nos aferramos a la culpa y al pecado
sólo para mantener nuestra ilusión de separación. ¿Se merecen (la culpa y el
pecado) el precio que pagamos por ellos? Cuando abandonamos el pecado, la
separación desaparece, y se nos restaura el Cielo.
¿Deseas aún seguir demorando tu regreso al Cielo? ¿Hasta cuándo, santo
Hijo de Dios, vas a seguir demorándote, hasta cuándo? (5:7-8).
Gracias, se me han aclarado muchas dudas sobre mi concepto del pecado.
ResponderEliminarExcelente aporte!. Aunque no hay que "comprender" nada, reconozco la resistencia que me hace el intelecto frente a conceptos como 'separación', 'culpa','pecado' Esta lectura fue de gran ayuda. Gracias por la dedicación.
ResponderEliminar¡¡¡Excelente!!! Gracias infinitas. Un abrazo.
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